miércoles, 14 de abril de 2010

El Pan de Cada Día


No conocía las 5 de la madrugada. Sé que más de una vez he regresado a esas horas a mi casa, asi que teóricamente si he estado en la calle a esa hora. Sin embargo, creo que mi percepción ha estado siempre alterada por cantidades industriales de alcohol en mis venas. Sea como sea, en esta rotación en el HAMA (Hospital de Apoyo María Auxiliadora) de ginecología me obligó a despegarme de mi cama a aquellas horas tan crueles.

Ya que la mayoría de cosas que hago en mi casa antes de salir no tienen nada de extraordinario, no valen la pena ser relatadas. Además, las realizo automáticamente por encontrarme en un estado meramente onírico por no decir menos. De lo único que puedo darme cuenta es de la hora, que por lo general se me adelanta, dejándome casi siempre tarde.

No miento al decir que termino de cambiarme en la calle, ya sea abotonándome la camisa o poniéndome la correa. Es un gran trecho el que tengo que recorrer para tomar la maldita combi, y es que no se le ocurre pasar por la esquina de mi casa como todas las rutas bien, no señor, esta tiene que pasar a 5 minutos a pie (casi corriendo) de mi casa. Es odioso, y hasta casi gracioso, el estar terriblemente apurado, que para a 2 o 3 cuadras de mi casa, me encuentre siempre en el mismo lugar a varias señoras de edad avanzada. ¿Y qué hacen estas viejas en plena calle a las 6 AM? ¿No deberían estar durmiendo, sufriendo de achaques, preparando el desayuno, comprando el pan, tejiendo? No. Lo que se les ocurre hacer a las benditas señoras esas es detenerme para intentar hablarme de la palabra del señor. ¿Palabra? ¿El señor? Si con las justas escucho la palabra de un solo señor, que es mi padre, y solamente cuando me grita. Dejando esos vejestorios de lado, sigo en mi carrera por llegar al hospital temprano.

"Hopital, San Grabiel, C.T, Ciuda' Ciuda'..." Es casi una canción de todas las mañanas, tan infaltable como todos aquellos matices que dan vida a una ciudad moribunda, o al menos, a las calles y avenidas por los que transita mi querida "41", popularmente conocida como San Juanito.

Todos los mitos y leyendas que se pueda tener sobre el transporte urbano, serían encontrados en los escasos 30 minutos que paso viajando en esos pequeños grandes gigantes del transporte urbano. Apretado como los vegetales al fondo del refrigerador, con suerte puedo encontrar un asiento improvisado detras de los sitios que van al lado del conductor. No es que me crea una persona muy alta, pero con mis 1.85m no es muy fácil entrar en una de esas combis, y peor aún si es que esta viene llena y he de ir doblado como origami.

Y aunque vaya en contra de lo que piense la mayoría, lo peor del viaje no es siempre el estar metido con hasta 20 personas en 1.5 metros cuadrados. No es algo a lo que tenga miedo. Lo que realmente me asusta hasta la médula es viajar al lado de personas que carecen del sentido del olfato y/o de verguenza. Así es, lo peor que puede suceder, es viajar con la nariz metida en medio de hedores nauseabundos, salidos desde el mismo averno y/o axilas y demás pliegues corporales.

Así como la vida, siempre encuentra su rumbo, lo hace nuestro sistema de transportes. Acelerando rampantemente por entre otros vehículos motorizados, el conductor sortea sagazmente cualquier obstáculo que se pueda atravesar en su camino, ya sea alguna motocicleta, carreta, bus interprovincial, perro, camión, mezcladora de cemento, mototaxi, triciclo, anciano, escolares, patrullas, escolares y un larguísimo etcétera.

Cómo olvidar los paraderos informales y peligrosos, la cara del cobrador cuando le enseño mi carnet de medio pasaje, los dateros que siempre encuentran las monedas que les lanzan, las vendedoras de maca que reciclan botellas de dios sabe dónde, los cinturones de seguridad que no se ajustan, los claxon con melodia, los insultos entre choferes, la pintura del Zambo Cavero en el Puente Alipio Ponce, los puestos de mollejitas con habas y sus olores venenosos, en fin, todo lo que hace que Lima sea Lima.

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